La creencia en una Tierra prometida por Dios forma una parte central de la fe de Israel desde hace casi 4.000 años, aunque no haya sido vivida siempre de la misma manera. El patriarca Abraham, ya en el siglo XVIII antes de Cristo, contempló esa tierra como parte de la promesa que Dios le había hecho y que se cumpliría a través de su hijo Isaac.
¿Cuál es la Tierra Prometida según la Biblia?
La tierra prometida según la Biblia fue el área geográfica que Dios declaró entregar a su pueblo, la descendencia de Abraham. Este lugar se encontraba en Canaán en el lado este del mar mediterráneo. Es difícil acotar los límites del país de los judíos si nos ceñimos a los textos sagrados. Según el Éxodo (23,31), Dios fija los límites de la Tierra Prometida “desde el mar Rojo hasta el mar de los filisteos y desde el desierto hasta el río Éufrates”. Así pues, Ha-Aretz ha-Muvtajat o Ard Al-Mi’ad (‘tierra de miel y leche’ en árabe), vista desde una aproximación puramente geográfica, abarca Oriente Próximo desde el canal de Suez hasta la parte occidental de Irak. También en el Génesis (15,18) encontramos esta definición cuando Yahveh le promete a Abraham: “a tu descendencia daré esta tierra, desde el río de Egipto hasta el río grande, el Éufrates”. Pese a ello, en el Antiguo Testamento hay una acotación mucho más precisa de los límites de tan maravillosas tierras.
Para los pastores nómadas como lo eran los hebreos en los tiempos bíblicos el poder encontrar un lugar en el cual poder asentarse y dejar de vagar de un lado a otro era una gran bendición. La tierra prometida les proporcionaba un lugar en el cual poder finalmente dejar de ser nómadas y poder descansar, pero ese sueño no llegó a verse realizado hasta casi medio milenio después cuando, tras salir libres de Egipto, después de 400 años de esclavitud, los israelitas entraron en Canaán.
La familia de Jacob llegó a Egipto por causa de una gran hambruna, los hebreos se instalaron en Egipto y fueron creciendo en número. Los egipcios temieron que se fueran a rebelar y los convirtieron en esclavos para controlarlos. Después de cientos de años Dios rescata a su pueblo y los libera del yugo de la esclavitud y les promete enviarlos a una tierra prometida siendo guiados por Moisés. Sin embargo, durante el viaje para llegar a la tierra prometida el pueblo de Dios empezó a dudar de Dios a pesar de los milagros que veían a diario, de la misma manera también empezaron a alabar y rendir culto a ídolos creados por ellos mismos. Por lo tanto, aquella generación desobediente estuvo vagando por el desierto durante cuarenta años pues ninguna persona de aquella generación entraría a la tierra prometida. Los israelitas tuvieron que pasar por diversas pruebas y permanecer fieles y obedientes a las instrucciones de Dios. El pueblo debía adorar solamente al Dios que los liberó de la esclavitud en la tierra de Egipto, cualquier tipo de idolatría es una aberración para Dios.
Josué y la Tierra Prometida
En el año 1.473 a.C., 40 años después de salir de Egipto, Israel está a punto de entrar en la tierra prometida. El heredero de Moisés, Josué, llevó a la nueva generación a la Tierra prometida
Conquista de la Tierra prometida
La conquista de la Tierra prometida duró 6 años. Después de los cual se distribuyó la tierra a las tribus de Israel.
Los sacerdotes levantan el arca de la alianza y la llevan delante de la gente. Cuando llegan al Jordán, los sacerdotes se meten en el agua, tan pronto como los pies de ellos lo tocan, el agua empieza a detenerse. Río arriba, Yahveh ha cerrado el paso al agua.
Los sacerdotes que van cargando el arca de la alianza pasan por medio del río seco. Mientras están allí, todos los israelitas empiezan a cruzar el río Jordán sobre tierra seca. Yahveh hace que los Israelitas recojan 12 piedras como recordatorio del milagro.
Jericó estaba situada a orillas del río Jordán, situada en la parte inferior de la zona que conduce a la montañosa meseta de Judá. A unos 8 km de la costa septentrional de la cuenca seca del Mar Muerto. Casi 240 m por debajo del nivel del Mar Mediterráneo Aproximadamente a 27 km de Jerusalén. En una época, la ciudad fue conocida como la ciudad de las palmeras (Deuteronomio 34,3; Jue 3,13). Durante seis días marcharon una vez al día alrededor de Jericó seguidas por siete sacerdotes que tocaban continuamente el shofar; detrás iban los sacerdotes que llevaban el Arca y al final, una retaguardia. El séptimo día marcharon alrededor de la ciudad siete veces. Cuando tocaron el shofar en su última vuelta alrededor de Jericó, el pueblo lanzó un fuerte grito de guerra y las murallas de la ciudad empezaron a desplomarse. (Josué 5,13–6,20.)
El rey de Arad atacó a los israelitas en el Négueb, las fuerzas cananeas fueron derrotadas y destruidas sus ciudades. (Números 21,1-3.)
Después los israelitas penetraron por el Este. Esto los enfrentó a los reinos amorreos de Sehón y Og. La derrota de estos reyes dejó todo Basán y Galaad bajo control israelita. Tan solo en Basán había sesenta ciudades “con muro alto, puertas y barras”. (Números 21,21-35; Deuteronomio 2,26–3,10.)
Desde su base en Guilgal conquistaron Jericó. Más tarde, subieron unos mil metros, hasta la región montañosa del Norte de Jerusalén, y, después de sufrir una derrota, capturaron Hai y la quemaron. (Josué 7,1-5; 8,18-28.)
Los reinos cananeos de todo el país formaron una coalición para repeler el ataque, aunque ciertas ciudades heveas buscaron la paz con Israel valiéndose de un subterfugio.
Luego invadieron toda la mitad meridional de Canaán (con excepción de las llanuras de Filistea), conquistando ciudades de la Sefelá, la región montañosa y el Négueb, y más tarde volvieron a su campamento base de Guilgal, junto al Jordán. (Josué 10,28-43.)
Los cananeos de la mitad septentrional, bajo el mando del rey de Hazor, concentraron sus tropas y carros de guerra, y reunieron sus fuerzas en las aguas de Merom, al Norte del mar de Galilea. Sin embargo, el ejército de Josué atacó por sorpresa a la confederación cananea y la puso en fuga, tras lo cual pasó a capturar sus ciudades hasta Baal-gad, al Norte, al pie del monte Hermón. (Josué 11,1-20.)
Parece ser que la campaña duró bastante tiempo y fue seguida por otra acción ofensiva en la región montañosa del Sur, esta vez contra los gigantescos Anaquim y sus ciudades. (Josué 11,21, 22)
Todavía quedaban por subyugar el territorio de los filisteos, y el territorio de los Guesuritas (1Sa 27,8), el territorio que iba desde los alrededores de Sidón hasta Guebal (Biblos) y toda la región del Líbano. (Josué 13,2-6.)
Josué dirige la conquista de la tierra, que no es fruto de las armas, sino don de Dios. Por encima de Moisés y de Josué se alza Dios, el verdadero protagonista de la historia. La tierra, donde Josué introduce al pueblo, es promesa de Dios, es decir, es palabra de Dios antes de convertirse en hecho. Y es un hecho en virtud de la palabra. Las murallas de Jericó se desploman gracias a la procesión de antorchas del pueblo, precedida por el Arca del Señor (Jos 6). Cuando los cinco reyes amorreos se alían para enfrentarse a Israel, el Señor dice a Josué: «No les tengas miedo, que yo te los entrego, ni uno de ellos podrá resistirte». Para ello el Señor lanza desde el cielo un fuerte pedrisco, muriendo más enemigos por los granizos que por la espada de los israelitas. Para acabar con ellos del todo el Señor alarga el día deteniendo el sol, «porque el Señor luchaba por Israel» (Jos 10). El valor de Josué es ante todo confianza en Dios más que valentía militar. Lo que hace es seguir los caninos que le abre el Señor. La victoria de sus batallas está garantizada por la promesa de Dios. Cuando Dios cumpla su promesa, el pueblo profesará de nuevo su fe en Dios, renovando la alianza. La renovación de la alianza (Jos 24) enlaza con la celebración de la alianza en el Sinaí. En la tierra Israel es el pueblo de Dios.
Después de la muerte de Josué, Israel fue reinado por una serie de Jueces, pero la gente seguía invocando y adorando a falsos ídolos por lo que continuaron sufriendo consecuencias.
Israel fue independiente a lo largo de tres siglos, en unas fechas que oscilan entre los siglos X y VII a. C., época en la que encontramos nombres tan significativos como David o Salomón. El Reino de Israel fue una evolución del sistema confederado que mantenían las doce tribus por jueces, tuvo como primer monarca al Rey Saúl, tras él reinaron el rey David y su hijo Salomón. El esplendor máximo de Israel en conquistar la tierra prometida vino con ellos. Durante su reinado, vivieron una época de esplendor que se fue con la muerte de Salomón, y el país se dividió en dos reinos: el de Israel —en el norte— y el de Judá —en el sur—. Por separado, su conquista fue fácil para los diferentes imperios mesopotámicos que surgían a orillas del Tigris y el Éufrates. Asirios, babilonios y persas establecieron su dominio sobre aquellas tierras, que jamás volvieron a ser gobernadas por un monarca hebreo. Sufrieron varias deportaciones, Dios permitió que los babilonios destruyeran el templo de Jerusalén y se llevarán a la mayoría de los hebreos en cautiverio y aunque al final, los hebreos pudieron regresar a la tierra prometida la devoción hacia Dios seguía siendo inconsistente, por lo que Dios empieza a mandar profetas para enseñar y recordarle a la gente que deben arrepentirse por su pecado.
En el año 70 d. de C. las legiones del romano Tito volvieron a destruir Jerusalén y arrasaron nuevamente el Templo. A pesar de la catástrofe, los judíos en contra de lo que se repite ocasionalmente no abandonaron la tierra e incluso en el siglo siguiente se alzaron contra Roma cuando Adriano quiso volver a profanar Jerusalén. Derrotados nuevamente por las fuerzas romanas, permanecieron en la tierra donde disponían de una notable autonomía todavía en el siglo IV d. de C.
Cuando Jesucristo, el Mesías, llegó a Israel trajo consigo una nueva promesa que era para todas las personas sin ninguna excepción. Al final del libro de Hebreos 11, S Pablo nos dice “Y todos éstos, habiendo obtenido aprobación por su fe, no recibieron la promesa, porque Dios había provisto algo mejor para nosotros, a fin de que ellos no fueran hechos perfectos sin nosotros”. El reino de Dios, la tierra Prometida, la morada perfecta y apacible sin igual, la tierra de justicia y gracia.
Cualquier persona que crea y acepte a Cristo como el único hijo de Dios y como su Señor y Salvador se convierte en un ciudadano del reino de Dios, así como Cristo dijo frente a Poncio Pilato, “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, entonces mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; más ahora mi reino no es de aquí” (Juan 18,36).
Podemos decir entonces que en el sentido espiritual vemos que, simbólicamente, la Tierra Prometida es precisamente ese estado de gracia que Dios nos da cuando creemos en Él, cuando le amamos con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente y con todas nuestras fuerzas.